Kurosawa tenía esa habilidad única para filmar el orden y el caos con la misma precisión. El infierno del odio es la prueba más elegante de ello: empieza en lo alto, en un salón con vistas a la ciudad, donde todo parece controlado, y termina abajo, en las calles donde la moral se disuelve con el calor y la pobreza. Y en medio, un secuestro que no es solo un crimen, sino una prueba.
Kurosawa cambia el tono, el ritmo y hasta la textura visual entre ambas partes. Lo que al principio parecía un dilema moral de despacho se transforma en una persecución llena de sombras, donde la justicia ya no brilla, sino que se arrastra. Es fascinante cómo el mismo director que domina la composición geométrica en interiores se lanza luego a un caos sucio y vivo, casi documental.
Le puse un 9 sobre 10, porque pocas películas saben manejar tan bien esa fractura entre el deber y el remordimiento. La primera parte te encierra; la segunda te suelta… pero no te libera. Kurosawa demuestra que el infierno no está solo en la pobreza o en el crimen, sino en el espejo de quien se cree a salvo.


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