Todo empieza con un caballo que tropieza con un alambre. El médico del pueblo sale disparado y termina gravemente herido. Nadie sabe quién lo puso ahí. O quizá sí, pero nadie dice nada. Así arranca La cinta blanca, y desde ese momento uno entiende que Michael Haneke no tiene la menor intención de hacernos sentir cómodos.
El pueblo parece sacado de una postal alemana de principios del siglo XX: casas ordenadas, niños bien peinados, padres trabajadores y una religiosidad que lo impregna todo. Pero ese orden esconde algo mucho más oscuro. La película se va metiendo, sin apuro, en la vida de cada familia: el pastor que castiga a sus hijos por la más mínima falta; el barón que gobierna el lugar como si fuera su propio feudo; la partera que sufre abusos; los niños que miran, callan y aprenden.
Lo inquietante es cómo Haneke filma todo eso con una calma que da miedo. No hay sobresaltos, no hay música que te avise. Solo la cámara quieta, observando cómo se va pudriendo la inocencia. Y esos niños, con sus cintas blancas —supuestamente símbolos de pureza y virtud—, se convierten poco a poco en los portadores de un mal silencioso. No porque sean monstruos, sino porque han sido criados por monstruos que se creen ejemplares.
La cinta blanca no te explica nada, pero te lo sugiere todo. El maestro del pueblo, que actúa como narrador, intenta entender qué pasa, y nosotros con él. ¿Quién es culpable de qué? ¿Quién enseñó a quién? Al final, Haneke deja flotando una idea terrible: la maldad no nace de la nada, se aprende. Y en ese pueblo, se enseña con rezos, con castigos y con sonrisas.



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