Hay películas que parecen hechas más por fe que por medios, y Regreso del más allá es una de ellas. Lo que intenta ser un relato de terror psicológico termina siendo una especie de cóctel entre El resplandor, una sesión de espiritismo de barrio y un drama psiquiátrico con aspiraciones de ciencia ficción. Y, sin embargo, tiene algo entrañable: ese espíritu de serie B española que se lanzaba a todo sin miedo al ridículo.
La trama —si se le puede llamar así— gira en torno a una joven atormentada por visiones y traumas que se confunden con lo sobrenatural. Lo que empieza como un caso clínico se convierte en un desfile de efectos caseros, luces raras y gritos —muchos gritos— cortesía de una Ana Obregón jovencísima que aquí debuta dando el do de pecho, literalmente y figuradamente.
Entre lo parapsicológico y lo psicodélico
El guion se mueve entre el misterio y la confusión, intentando seguir la estela de Kubrick pero quedándose a medio camino entre lo paranormal y lo parapsicológico. Lo mejor es la intención; lo peor, el resultado. El rodaje es tosco, el sonido parece grabado en un pasillo, y el montaje… bueno, digamos que tiene personalidad. Ese tipo de montaje “especial” donde los cortes llegan antes de tiempo o después de lo que deberían, como si la película también estuviera poseída.
Pero algo tiene Regreso del más allá. Ese encanto torpe del cine hecho con ilusión y cuatro duros, ese olor a celuloide barato, a gente queriendo hacer algo grande sin tener con qué. Y aunque el miedo brilla por su ausencia, la nostalgia (y la risa involuntaria) compensan un poco la experiencia.
Le puse un 4 sobre 10, porque reconozco el esfuerzo, el atrevimiento y ese tipo de locura que solo el cine español de los ochenta podía producir.
Para muy cafeteros, sí, pero a veces da gusto volver a esas películas que no sabían lo que hacían… y aun así lo hacían.


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